sábado, 4 de septiembre de 2010

El halago

Estamos acostumbrados a pensar que para que algo se mueva deben actuar dos fuerzas, una que empuje y otra que tire. Si un asteroide se precipita a la Tierra, además del impulso que el mismo trae, debemos contar con la atracción gravitatoria del planeta. Si alguien contrae una infección, encontraremos un germen, pero al mismo tiempo buscamos la falla en las defensas que hizo posible la enfermedad. Cuando una joven le confió a Freud que entre su padre y el esposo de su amante existían turbios manejos que la utilizaban como moneda de cambio para saciar sus apetitos, éste le preguntó sobre su participación en la circunstancias que relataba. Es tan imperiosa esta manera de pensar, que Freud no vacila en postular un narcisismo primario o una represión primaria para explicar que algo pueda volver a un estado anterior.
Sin embargo, no dice lo mismo cuando describe el mecanismo que pone fin al gozoso período infantil al que caracteriza como de “His majesty the baby”. Luego de una preparación que efectúan las reprimendas de los padres, maestros y guardadores, es la tajante amenaza de castración la que condena la omnipotencia y provoca la creación del ideal del yo. La observación del genital femenino y luego otras experiencias en el mismo sentido, reforzarán esta escisión. ¿Es que no hay nada en el niño que habilite a esta amenaza y le confiera poder?
Es, sin duda, la protofantasía de la castración la que otorga el mordiente sobre el que actuará la amenaza. De esta forma, se resuelve la cuestión: la protofantasía es lo que “desde adentro” ayuda a lo que viene de afuera.
Pero ¿no existirá en ese afuera, que es el accionar de los padres, algo que aparentando lo opuesto a las amenazas y reprimendas actúe sin embargo en el mismo sentido?
Imaginemos una escena habitual. Un niño de tres años, superando su disgusto previo, saluda con un beso a los amigos de los padres que vienen a cenar. Casi podemos oír el coro de los adultos: ¡Que chico divino! ¡Tan bien educado! ¡Y mirá que es chiquito...! Ambos padres no caben es sí de satisfacción, su propio narcisismo se ve henchido y se acrecienta la autoestima. Pero algo empaña tanta satisfacción, la madre advierte el rostro ensombrecido de su otro hijo. Este nene, de cuatro años y medio, sabe mucho mejor que el pequeño, cómo disimular su fastidio y halagar con cumplidos a esos seres que le importan muy poco y se siente abrumado por la injusticia que se está cometiendo. Rápidamente la madre lo sienta en su regazo y le explica, con la colaboración de los presentes, que eso era sólo para conformar al chiquillo y que él, que ya es un caballerito, no precisa de esas lisonjas. Pronto veremos retornar el color a las mejillas del mayorcito, un aire de restablecida dignidad ha reemplazado al abatimiento. Ahora observa con superioridad a su hermano menor: “¡Pobre tonto! -imagina- no se da cuenta que sólo lo hacen para enseñarle lo que yo tan bien conozco”.[1]
La trampa ha funcionado a la perfección, ambos niños han paladeado el sabor de la lisonja pero es en el mayor donde el nudo se ha cerrado definitivamente, ahora pertenece a la comunidad de los que desprecian a los que no saben hacerlo y el día de mañana no vacilará en condenar a los se manejan con la moral del bajo vientre.
El complejo de castración, ese tajo que divide la vida definitivamente, también cambia el significado del elogio.
Observémoslo desde este punto de vista. El niño, “His majesty the baby”, vive en un permanente delirio de grandezas, casi todo lo que desea le es proporcionado por los padres que recrean en él su propio narcisismo. La celebración con la que los adultos promueven las acciones del niño “cosa para la cual no hallaría quizá motivo alguno una observación más serena” tiene una función bien determinada: robustecer el narcisismo del hijo y, por consiguiente, el suyo propio. Luego de la castración, la finalidad será rigurosamente la opuesta.
Lo que será vertebral en el destino del niño en su primera infancia se desarrolla en la esfera sexual. Mientras goce de la inmunidad de esa etapa podrá fantasear que es la pareja de su madre y que puede expulsar a su padre sin limitaciones.
¿Debería esto alarmar a los adultos? No todavía, es muy pequeño y sus pretensiones producen risa. Además, es tan placentero revivir el narcisismo…se lo puede estimular sin peligro.
Pero llega un momento en el que las apetencias del chico dejan de producir gracia y es allí cuando los padres dicen algo así como “si no dejas de jugar con la cosita, vamos a llamar al doctor”. Más temprano o más tarde el niño comprende que su vida ha cambiado y no para mejor, un áspero camino le espera.
Los padres, frente a esto, reaccionan de diferentes maneras. Algunos se solazan con estos sufrimientos y especulan con que es bueno que esto ocurra porque “a golpes se hacen los hombres”, mientras que otros compadecidos, se sienten tentados a aflojar un poco la sujeción y permitir algún retozo; pero sea cual fuere el estilo, un ingrediente es infaltable: la felicitación llega cuando la nueva ley es cumplida.
La importancia de lo sexual es lo que, paradójicamente, confiere su fuerza a la amenaza de castración pero además logra que todo se refiera a eso. En otras palabras, cuando se aplaude a un niño por haber actuado bien –demás está decir que su impulso era actuar mal- éste lo interpreta como la promesa de que en el futuro será recompensado con creces por su renuncia sexual, “el objeto al que renuncias te será dado completamente más tarde”.
Se puede pensar que el intercambio que se le propone es dejar a su madre hoy para poder elegir en el futuro a otra mujer entre todas las demás, pero este es un planteo adulto que el chico jamás aceptaría. Dicho de otra manera, no hay que confundir la realidad psíquica del sujeto con el resultado de la operación por importante que ésta sea. La amenaza de castración consigue, la mayoría de las veces, que la persona se avenga a reprimir y sublimar, es decir a participar con sus semejantes del mundo social. Pero esto no quiere decir que el niño, renuente a abandonar un deleite conseguido, abandone así como así, la idea de cohabitar con su madre. Aparentemente lo ha hecho: va a la escuela, cumple con sus tareas y en el futuro se casará con una mujer más apropiada a su edad y tendrá hijos con ella, pero en el fondo no ha renunciado a sus anhelos. Los sueños de poseer a la madre son universales y los médicos saben bien que, a quien llaman los moribundos en sus desvaríos, no es a la esposa sino a la madre.
Ahora bien ¿dónde se refugia ese deseo? En el inconsciente desde luego, pero desde el punto de vista tópico, existe un lugar reservado para alojarlo. Es en el ideal del yo, receptáculo de las fantasías de grandeza que vienen del período anterior a la amenaza, donde reina sobre todos los otros deseos que les son subordinados. No hay más que analizar las fantasías eróticas o de poder de un adulto para encontrar con toda facilidad que, en la mujer ideal o en eso que con el poder se consigue, está la madre.
De todas maneras, el tener la fantasía incestuosa en el ideal habilita a vivir en sociedad más o menos armónicamente, lo que en términos técnicos diríamos: a la manera neurótica. En caso contrario, cuando parcialmente el yo se confunde con el ideal, la fantasía logrará el acceso a la motilidad admitiendo las conductas perversas[2].
Convengamos que la conductas incestuosas son las originarias y por lo tanto más naturales. Los comportamientos neuróticos suponen todo un trabajo, un armazón de represiones, desplazamientos y condensaciones que insumen un gasto de energía dirigido contra sí mismo, una violencia contra los propios impulsos. Siendo permanente este consumo energético ¿es razonable confiar sólo en el miedo para que su establecimiento sea efectivo? Es posible que la amenaza sea suficiente pero no es así como lo consideran la cultura y sus representantes, los padres; desde tiempo inmemorial el palo y la zanahoria ha sido el método preferido de persuasión. Otra vez algo que empuja y algo que tira.
Una mirada a la historia nos muestra cuan fuerte es la avidez por el halago. El término “cortesano” proviene de las monarquías pero conocemos bien que en las repúblicas y más allá, en cualquier circunstancia en la que alguien detente el poder, se agrupan los cortesanos que se aplican a celebrar al principal. Todos saben lo perjudicial y engañosa que puede ser la lisonja, la literatura es pródiga en ejemplos, sin embargo los poderosos siempre incurren en el error de aceptarla. ¿Cuál es la razón de este anhelo tan gravoso? Inferimos que ocurre una dramática disminución de la tensión entre el superyó y el yo. Es como si el adulón insinuara que el logro ha sido conseguido y que no hay obstáculos en el camino.
Esta baja de la tensión tiene dos efectos, en un primer momento conseguir el ansiado alivio y luego tener a disposición del yo la gran cantidad de energía que se gastaba en enfrentar la autocrítica. Aceptar la lisonja disipa el sentimiento de culpa que la provocaba.
También sería útil introducirse en la psicología del que usa la lisonja. Hemos tratado en forma rápida la de los padres, que se ven motivados por su propio narcisismo proyectado en sus hijos. Pero ¿se puede basar la psicología del zalamero, a veces servil y mentiroso, sólo en los beneficios concretos que obtiene? Sería como atribuir la causa de una histeria discapacitante a la limosna que puede conseguir por su desgracia; la indagación debe ir más allá. Es de suponer que en la alabanza no todo es falso, debe haber un elemento de convicción para quien la pronuncia. Este elemento se basa en que el adulón codicia lo que el poderoso ostenta, es evidente que el terreno está abonado para que florezca la más dolorosa de las pasiones: la envidia.
Algunos, al sentir la punzada dolorosa de advertir que lo que codician lo posee otro, la hacen plenamente consciente y ocurre lo que la jerga popular describe: se retuercen. Pero no todos proceden así, muchos -tal vez la mayoría- disfrazan para los demás, pero sobre todo para sí mismos, el indecoroso sentimiento. Y ¿qué mejor disfraz para la envidia que la alabanza? Así, la envidia se confundirá con admiración y un afecto bochornoso se habrá transformado en uno noble y si por añadidura, a consecuencia de dar crédito a los aplausos, el poderoso se desploma, su secreto regocijo será compensación a tanto tormento.
La relación envidiado-envidioso es merecedora de un examen que excede los límites de este artículo pero, no bien se la vislumbra, se advierte que estos vínculos son más frecuentes de lo que parecen. En estos enlaces ambos obtienen satisfacciones (goces) que no están dispuestos a confesar y mucho menos a abandonar. Muchos inexplicables sometimientos matrimoniales, por ejemplo, se basan en recónditas alabanzas que ayudan a mantener la autoestima allí donde más inseguro se siente el sujeto. Cuantas veces un paciente, que nos asombra por lo mucho que está sometido a su mujer, luego de haber descripto con una minuciosidad digna de mejor causa su miseria matrimonial, nos suelta “Pero en la cama me llevo mejor con ella que con ninguna otra”. Si no fuera por la experiencia, nos sorprenderíamos: todo tan mal y lo sexual tan bien… ¿Cómo lo logra? Pronto se devela el misterio: la relación con la mujer es mejor que las otras, pero sólo relativamente, porque con las otras es una calamidad. En otras palabras, “las otras” no le toleran ineptitudes que la mujer le aguanta y por añadidura le festeja y… eso tiene un precio.
Como podemos ver estas luchas se libran en el terreno que establece la relación del yo con el ideal. Como decíamos, en el ideal del yo se ubican tanto las excelencias del período anterior (His majesty the baby) como las obligaciones, las primeras se manifiestan claramente en los sueños diurnos y las segundas en las exigencias al yo.
De la misma manera podemos situar el origen de los elogios. Aquellos que tienen como finalidad consolidar el narcisismo provienen de los propios deseos de grandeza que anidan en el ideal. De esta manera el padre se figura que le gustaría hacer lo que hace el hijo pero no se anima. De la misma manera se explica la fascinación por “los grandes felinos, los humoristas y los criminales célebres”. Los halagos posteriores a la castración en cambio, se originan en la parte del ideal que alberga a las obligaciones.
Esta es, sin duda, una primera aproximación que tiene la ventaja de la simplicidad. Sin embargo, si aguzamos la mirada podemos advertir que los productos del elogio tienen características especiales. Constituyen elementos mestizos o travestidos que fingen ser un aplauso cuando encubren un reproche y tal vez sean el arma que el ideal del yo posee para hacer cumplir sus exigencias. Ante su acción el yo se encuentra en el paradójico escenario de sentirse orgulloso de sí mismo y al mismo tiempo inseguro o farsante. Es frecuente escuchar la angustiante duda de los pacientes que cuestionan si su buen comportamiento es auténtico o se debe a la necesidad de “quedar bien”. Si se recuerda que los primeros cumplimientos del niño se fundan en el “el quedar bien”, no sorprenderá la insistencia de la pregunta.
De acuerdo a esto es explicable el sabor agridulce del éxito (esta explicación la requiere el vestigio agrio porque el sabor dulce se explica sólo). Al recibir una distinción surge la duda ¿Me lo merezco? y ¿Qué me van a exigir después de esto? El efecto contradictorio de los halagos es innegable.
Si bien se puede considerar que la falta de halago es en realidad un castigo –con lo que vendría siendo una variedad de la amenaza de castración– el halagado se encuentra en una posición diferente que el amenazado. Podemos decir que es de mayor sometimiento, porque al que se somete por miedo siempre le queda el recurso de la rebeldía cuando se halle en mejores circunstancias. En cambio el halagado se identifica con el opresor, se “pone la camiseta” del equipo del que lo halaga, renunciando así a la posterior rebelión.
El ideal se forma con los derivados de la castración: prohibiciones, mandatos, etc. y con los remanentes de las grandezas del período de “His majesty the baby” sin embargo, podemos suponer que también lo integran las marcas que deja el halago. En contraposición con lo que piensan los padres, cuanto más intenso es el halago, más severo será el superyó.
Insistamos con este concepto: el halago es tanto o más eficaz que el castigo para someter a otro. Imaginemos a una madre seductora que hace creer al hijo que es su único amor. Si éste acepta la propuesta, despreciará al padre y, falto de modelo identificatorio, renunciará a las otras mujeres para consagrarse a la madre; mayor esclavitud, imposible.
En el período de “His majesty the baby” el halagar al infante es universal y proviene del narcisismo de los padres que generalmente a esa altura de la vida no tiene muchas ocasiones de manifestarse. No es lo mismo la adulación que se practica después de la represión porque en este caso lo que se subraya es el sometimiento a esa represión, el cumplimiento de las leyes.
El elogio, que de manera bien intencionada se prodiga a los hijos con la intención de hacerlos sentir más seguros de sí mismos, puede tener un efecto contrario al que se espera. Al inducir al error -no hay mejor forma de equivocarse que sobreestimar las propias fuerzas- conduce al yo de fracaso en fracaso y estos infortunios producen mayor dependencia. Así, padres que presumen de modernos, pueden lograr hijos fracasados y dependientes.[3]
En la etapa infantil esto constituye un diálogo entre padres e hijos pero, en la edad adulta, éste se establece entre instancias. El ideal del yo, mezcla de imposiciones y delirios de grandeza, convence al yo de su potencia para vencer determinado desafío y, cuando fracasa, lo critica porque falló. Esta combinación de exigencia y engaño produce la más cruel y efectiva forma de castigo.
A pesar de lo que parece desprenderse de lo dicho anteriormente, debemos considerar que el aplauso no es en sí mismo ni malo ni bueno. En determinadas circunstancias, que dependen por un lado de las series complementarias y por otro de la magnitud y la ocasión, puede ser un estímulo para que el yo se atreva a superar un obstáculo. Es comprensible que, a expensas de la energía que nuevamente dispone el yo, se esté en mejores condiciones para encarar una tarea.
Resumiendo: las relaciones en las que interviene el halago son interpersonales. Desde las originarias de padres a hijos hasta las de la edad adulta, son tan frecuentes que podemos considerarlas universales. No obstante, son secundarias a una relación intrapsíquica -es decir introyectada- entre el ideal del yo y el yo. El superyó, heredero teórico del ideal, se sirve de esta relación para someter al yo.
En el caso de los niños la función del elogio cambia diametralmente con la castración. Antes de ella sirve para consolidar el narcisismo, después para asegurar que se lo abandone.
Es conveniente tener en cuenta que en los tratamientos psicoanalíticos esta situación es utilizada por la resistencia dado que el paciente rara vez confiesa los halagos íntimos y sus consecuencias. Y sobre todo, debemos estar alerta a nuestros sentimientos; en ocasiones el halago del paciente es tan sutil como viva nuestra necesidad de estima.
[1] Actualización de una escena utilizada por Bernard de Mandeville en 1714 en “La fábula de las abejas”
[2] Cortocircuitos renegatorios, Jorge Kury, Héctor Cohtros, Ana Delgado, Symposio APA 2008

[3] Jorge Kury, Diario La Nación, Finanzas, crisis y educación, 10 de octubre de 2008

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