jueves, 6 de noviembre de 2008

La nota de La Nación

Finanzas, crisis y educación
Por Jorge Kury Para LA NACION
Votar (3)
Estamos acostumbrados a pensar que cuanto más fomentemos la autoestima de los niños será mejor para ellos, un precepto que parece indiscutible. Sin embargo, no es tan sencillo; una comparación con la actual crisis financiera ayudará a comprender cómo afecta a los hijos la actitud que los padres tienen con ellos.
Quizá también permita discernir por qué los hombres establecen extrañas relaciones financieras. Después de todo, los banqueros también han sido niños.
La manera más común de infundir seguridad en un niño intimidado por alguna prueba es demostrarle que confiamos en él, y lo hacemos sobrepasando su propia confianza. "Claro que vas a andar bien -le decimos- con estudiar un poco, todo va a ser fácil."
Si las cosas funcionan, el niño se sentirá confortado. ¿Pero esta fortaleza será auténtica y duradera?
En la temprana infancia, aproximadamente hasta que comienza la escuela, el pequeño es idealizado por los padres, que sueñan destinos de grandeza para él. A poco que se examine este sentimiento universal, se verá que proviene de los ideales incumplidos de los padres.
"Mi hijo no pasará por las privaciones que yo tuve" -imagina- y conseguirá aquello que yo no alcancé."
Inmerso en este clima, el niño, hasta los cuatro años, se siente el rey de la creación; pero, más o menos en esa época, las circunstancias cambian. El mensaje pasa de ser: "Eres un rey" a "no lo eres más y podrás serlo sólo si cumples con los requisitos".
A partir de aquí, comienza para el niño un purgatorio de esfuerzos persiguiendo el ideal, que siempre se traslada un poco más adelante. Por eso, los padres, para ayudar en este trance, tratan de suscitar solidez en el hijo mostrándole que creen en él.
¿Pero cuál es el límite de la confianza en sí mismo? Una persona que no la tenga, tampoco tendrá firmeza, y es probable que fracase en lo que emprenda; pero alguien demasiado seguro de sí puede ser temerario, arriesgándose y arriesgando a los demás.
Vincular lo que pasa en la temprana infancia con lo que ocurre hoy en el mundo de las finanzas, que es a todas luces un problema de adultos, no es una tarea sencilla; comencemos por la crisis actual.
En los Estados Unidos, como en todos los países con economías sólidas, se utiliza el crédito en forma substancial. Una de sus manifestaciones son las hipotecas y en un momento fue conveniente para los bancos emitirlas sin las garantías necesarias. En otras palabras, se dio crédito a personas que no estaban en condiciones de recibirlo.
Esta fue la base del problema; a partir de ahí, otras entidades, a su vez, dieron crédito a los bancos sobre las hipotecas y se infectó todo el sistema.
Reduciendo esto a su mínima expresión, el origen fue un error de cálculo. Clientes y banqueros creyeron -o actuaron como si creyeran- que esos préstamos se podrían pagar. Lo que siguió fue más de lo mismo, las entidades compraron las hipotecas porque creyeron que eran buenas y lo mismo pasó con las que aceptaron eso como garantía. Una cuestión de creer, de confianza, de dar crédito.
La semejanza es ostensible: el padre que cree en su hijo, que le da crédito, corre los mismos riesgos. El chico demasiado confiado en sí mismo puede crearse problemas. Cada vez que se enfrente con una dificultad escuchará la voz de su padre, esta vez sentida como propia, que le dice que avance porque podrá resolverla. En definitiva, falta de prudencia.
Se puede objetar que ni clientes ni banqueros y, menos aún, los encargados de vigilar el sistema, son niños. Sin embargo, hay que pensar que el chico, en su formación, va incorporando esa articulación que tiene con los padres, la va haciendo suya, y de adulto va a actuar, en gran parte, partiendo de esa base recibida.
La conclusión: no siempre es bueno dar crédito, a veces una dosis de moderada desconfianza puede apaciguar las exigencias y promover la templanza que es la clave para una vida serena.
El autor es médico psicoanalista.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Reflexiones sobre la situación económica

It´s the economy, stupid!
James Carville, atribuido a Bill Clinton


Por ser presidente de la mutualidad estoy en relación con los miembros que por razones diversas están pasando por una situación, por así decir, difícil. El caso es que he escuchado con alguna frecuencia la idea de renunciar a la APA. La confidencialidad me impide dar nombres pero creeme que es gente de la que hace un tiempo no hubiéramos concebido que pudieran comunicar ese pensamiento.
El perfil es de personas que están viniendo poco a la APA y que no pertenecen a ninguna comisión.
La primera idea que surge es que estos socios no le están sirviendo a la Asociación y que no significaría una gran pérdida el que se fueran y, hasta alguno podría pensar, que se sería una depuración saludable.
Analicemos un poco esto: primero hay que considerar que mucha de esta gente en otro momento ha colaborado y que, si bien hay quienes mantienen una actividad permanente, quizá la mayoría -sin duda yo pertenezco a este grupo- han realizado un trabajo considerable. En este caso se estaría cometiendo una injusticia…pero este es un razonamiento humanitario y se podría objetar que la APA no es una sociedad de beneficencia y que lo que importa es que funcione bien. De manera que hay que mirarlo desde el punto de vista económico.
Cualquier empresa que viera reducido su ingreso en, digamos, un 20% estaría en serias dificultades. Pero en una sociedad como la nuestra que no tiene un superávit importante -si es que tiene alguno- la situación sería catastrófica. Tengamos en cuenta que la proporción de gente que concurre asiduamente a APA, es decir que aprovecha la institución, no llega ni de lejos a un 80%. En otras palabras, un número importante de los miembros paga, y bastante, por algo que no usa y por lo tanto puede verse tentado a reducir sus gastos. Y, para preocuparnos un poco más convengamos que en nuestro medio las actitudes son bastante contagiosas y que bastaría que un socio se entere que otro, ha dejado APA y no ha muerto en el intento, para que se vea inducido a imitarlo.
Me parece que ante las dificultades lo que se intenta hacer es sacar agua de las piedras y esto sólo le salió bien a Moisés. Ahora me entero que en una asamblea propusieron modificar la condición de miembro vitalicio. Esta categoría la creamos cuando estaba en la Comisión Directiva de Goldstein para solucionar el problema los socios de edad que no podían pagar la cuota. El nuevo proyecto plantea que solamente podrán aspirar a esa categoría los que no ejerzan la condición didáctica y, además, no ocupen cargos ¡como si ocupar cargos fuera un beneficio y no un laburo ad-honorem! O sea que si el pobre veterano ha logrado alguna supervisión va a tener que renunciar a ella o pagar la cuota. Y más vale que la indignación no lo lleve a renunciar porque nosotros, por estatuto, lo tenemos que dar de baja de la mutual y perdería todos los seguros, subsidios, etc. cuando más los necesita, sin contar que si sacó la pre-paga a través de la mutual también la pierde y, a esa edad sólo resta el hospital. ¡The full catastrophe!
Además, aunque los economistas de APA nos demuestren que va a ser un ahorro importante el obligarlos a pagar, la pregunta es ¿y después qué? ¿Qué va a pasar cuando se les acabe el respiro que esto les traiga, a quién van a apretar?
Soy consciente de que el problema no es fácil pero estoy seguro que la solución no depende de aumentar la recaudación a expensas de los socios o por lo menos, no sólo de eso.
La actividad de APA consiste básicamente en reuniones, científicas y de comisiones. Las científicas son intocables porque hacen a nuestra esencia pero respecto a las comisiones ¡que bueno sería que alguien pudiera medir cuanto tiempo se pierde ahí! Creo que coincidirás conmigo en que la operatividad de nuestras comisiones es ínfima. Nos hemos acostumbrado a pensar que las reuniones no ocasionan gastos ya que usan la capacidad instalada (sobre todo empleados) pero ¿para que está instalada esa capacidad? para hacer reuniones. Y si la mayor actividad de APA es esa, la mejor forma de ahorrar sería eliminando las reuniones inútiles o, lo que es lo mismo, exigiendo operatividad en esa tarea ¿Por qué reunirse una hora todas las semanas si las cosas se pueden resolver por teléfono? Hay bastante de vicio en esto de las reuniones.
Acuérdense que la explosión cuantitativa de las comisiones se produjo durante la presidencia de los independientes que las fomentaron para hacer clientelismo, históricamente quienes están en las comisiones votan por el oficialismo porque temen que el cambio se los lleve puestos. Luego nosotros, en el gobierno, no nos atrevimos a cambiar las cosas por la misma razón. Aquellos eran tiempos de enfrentamientos más agudos, tal vez ahora sea el momento de pensar en eso.